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Tratado del Trans-Pacífico: ¿Zona de libre comercio o zona liberada para las corporaciones?

Escrito por el 10 de febrero de 2016

Tratado del Trans-Pacífico: ¿Zona de libre comercio o zona liberada para las corporaciones?

El pasado jueves, representantes de 12 naciones de la cuenca del Pacífico se reunieron en Nueva Zelanda para firmar el acuerdo conocido como Alianza de Cooperación Económica del Trans-Pacífico. El tratado, cuyas negociaciones se llevaron adelante durante una década bajo estricto secreto de Estado (a espaldas de la ciudadanía, de los medios e incluso de las legislaturas de los países firmantes) establece la “zona de libre comercio” más extensa del mundo hasta el momento, tanto en términos geográficos como en preeminencia económica: Japón, Australia, Brunei, Malasia, Nueva Zelanda, Singapur, Vietnam, Canadá, Estados Unidos, México, Perú y Chile concentran, en suma, alrededor del 40% del Producto Bruto Interno global y conforman un mercado común de 800 millones de personas – un 11% de la población mundial.

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Si bien el “TPP” (Trans-Pacific Partnership, en inglés) se presenta como un gran acuerdo internacional de libre comercio, desde que en 2013 el sitio WikiLeaks filtrara un capítulo entero dedicado a la Propiedad Intelectual (corolario de otras filtraciones parciales ocurridas en 2011 y 2012), comenzó a extenderse el pronóstico de que se trataría no tanto de una herramienta para el comercio entre naciones, sino para la implementación de regulaciones pro-corporativistas a la medida de grandes multinacionales que lideran los mercados mundiales. Hoy se estima que sólo un 25% del contenido del acuerdo trata cuestiones vinculadas a tarifas o estatutos comerciales, mientras que el resto de sus 30 capítulos se basa en la imposición de un marco regulatorio favorable a la concentración y control por parte del sector privado sobre actividades altamente monetizables, como la distribución de semillas para el cultivo agrario, la implementación de patentes sobre plantas y animales, la fabricación y comercialización de medicamentos genéricos y el uso de Internet.

El secretismo en torno a las negociaciones sobre el TPP y su premisa de eliminar barreras arancelarias entre los miembros del acuerdo dieron origen a largas controversias, incluso al interior del principal país interesado e impulsor del tratado, Estados Unidos. En las últimas décadas, el proceso de migración del empleo privado estadounidense a países con mano de obra más barata (conocido como offshoring), dinamizado por la globalización y facilitado por otros tratados de libre comercio, dejó como saldo una tendencia creciente de desempleo, la reducción del ingreso medio de los trabajadores y la desaparición de grandes áreas de la industria local. Ante este panorama, no resulta sorpresiva la fuerte oposición al TPP que manifestaron los principales candidatos en la actual carrera presidencial, algunos miembros de la legislatura y varios organismos de la sociedad civil norteamericana, tanto gremiales como de derechos humanos. Sin embargo, para la política exterior estadounidense el TPP representa un instrumento estratégico con el fin de contener la influencia y el avance comercial de China en la región de Asia-Pacífico, y para recuperar el liderazgo de los EE.UU. en la economía global.

Para los países del bloque latinoamericano que componen el acuerdo, México, Perú y Chile, la perspectiva de apertura al comercio internacional en un marco desregulado y libre de aranceles a las importaciones no aportaría una proyección mucho más alentadora. Además de los riesgos que supone para la industria y las economías regionales el libre comercio entre naciones con grandes disparidades en la distribución de la riqueza y diversificación económica, la región ya cuenta con saldos negativos derivados de la aplicación de estas prácticas.

En México, las consecuencias del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (firmado en 1994 con EE.UU. y Canadá) fueron devastadoras para su sector agrícola, que no pudo competir contra el ingreso de maíz y otros productos agrarios fuertemente subsidiados desde Estados Unidos y que llevó a la bancarrota a un millón y medio de granjeros mexicanos. Chile y Perú ya cuentan con socios comerciales en la región de Asia-Pacífico, en particular para sus productos derivados de la explotación minera. La posición de Chile es especialmente incierta ya que presenta tratados de libre comercio con todos los países firmantes del TPP. Con lo cual no sólo estaría renegociando beneficios de los que ya dispone mediante acuerdos bilaterales, sino que asumiría nuevas imposiciones y limitaciones sin obtener ventajas comerciales evidentes, más allá de cooperar con la iniciativa estadounidense en el plano político.

Sin duda, el marco regulatorio que pretende imponer Estados Unidos como estándar del comercio internacional y su adecuación a las necesidades de las grandes corporaciones multinacionales es el aspecto más preocupante de la firma del tratado Trans-Pacífico, con serias implicancias para la soberanía de las naciones y los derechos individuales de la población. En una cláusula que despertó gran polémica, las compañías quedan habilitadas para demandar a los Estados en tribunales internacionales por tomar medidas que consideren contrarias a la libre comercialización de sus productos en el mercado. También se prohíbe la discriminación de productos en base a cualidades de su fabricación. La alarma llega por el lado del etiquetado de alimentos transgénicos puntualmente, regulación que en países como Japón y varios de la Unión Europea ya se encuentra vigente, y a favor de la cual se viene realizando una fuerte campaña en EE.UU. que encontró gran apoyo popular en los últimos años. Con la entrada en vigencia del acuerdo, las multinacionales que lideran el mercado de transgénicos como Monsanto y Syngenta estarían en posición de exigir la anulación de tales reglamentaciones, alegando daños a sus intereses comerciales. La normativa también afecta la aplicación de políticas públicas que privilegien el cultivo de orgánicos (como la moratoria implementada en Perú a los transgénicos), el control de determinados pesticidas, entre otras medidas que hacen a la soberanía nacional en materia de protección ambiental, políticas de salud o seguridad alimentaria.

Entre las regulaciones del tratado que causan mayor alarma se encuentra el capítulo dedicado a la Propiedad Intelectual y las concesiones que otorga al sector privado para la extensión de las patentes, el agravamiento de sanciones al uso de contenidos protegidos por el derecho de autor en Internet, la clausura de la información clínica relativa a medicinas (limitando el acceso a medicamentos genéricos y favoreciendo el monopolio de las empresas farmacéuticas) y en particular, la introducción de patentes aplicadas a semillas, plantas y animales, que pone en riesgo la soberanía alimentaria de los pueblos.

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Durante siglos, el trabajo agrícola se cimentó en la selección de las mejores semillas luego de la cosecha y su libre intercambio entre productores rurales, creando un patrimonio genético de cultivos adaptados a las condiciones de su ambiente que es único y propio de cada región. El patentamiento de semillas pone en peligro estas prácticas tradicionales de cultivo y sienta las bases para la creación de un registro “oficial” de semillas legales, que puede dar lugar a regulaciones que establezcan la ilegalidad del uso de semillas no patentadas por su riesgo de “contaminar” código genético protegido por patentes. Esto tendría consecuencias devastadoras para los pequeños y medianos productores agrarios, como ya sucedió en Colombia con los productores de arroz, a raíz del tratado de libre comercio firmado entre ese país y los Estados Unidos en 2012.

Aún resta que las legislaturas de los 12 países miembros del acuerdo lo aprueben en un plazo máximo de dos años para que entre plenamente en vigencia, aunque podría quedar ratificado al conseguir una aprobación equivalente al 85% del PBI total de sus economías.

El Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz se refirió al tratado como “una farsa” por no considerarlo un acuerdo de libre comercio, sino una herramienta para “la administración del comercio mundial por parte de las grandes compañías trasnacionales”. Mientras tanto, en todo el mundo se multiplican las voces de alerta denunciando el incentivo a la concentración económica, el avasallamiento de los derechos humanos y de la soberanía de los Estados. En nuestro país, la canciller Susana Malcorra dejó abierta la posibilidad de sumar a la Argentina al acuerdo, afirmando que “el tratado del Trans-Pacífico no es mala palabra”.

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