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Marxismo Salvaje – 02-11-2016

Escrito por el 3 de noviembre de 2016

Miércoles 20:00 – 21:00 hs – Marxismo Salvaje
EDITORIAL: contra el sentido común que afirma la «vocación» del docente como apóstol sacrificado, afirmamos la condición proletaria del docente como trabajador asalariado. ENTREVISTAS: conversamos en el estudio con Marisa Bolaña (trabajadora docente, Lic. en Cs. de la Educación) y, por teléfono, con Aldo Chiaraviglio (Secretario de Organización de SUTEBA Tigre, militante de la Lista Roja y del PRC). Además, Pez estuvo ausente porque se colgó en el spa, Harry Belafonte se puso denso y Led Zeppelin nos acercó a su perro negro. Repetición: Viernes 16Hs
Escuchar: http://audios.lacolectiva.org.ar/MaS-2016-11-02.lite.mp3

 

 

DOCENCIA
 
 

Suele fecharse el comienzo de la Edad Media en el siglo V, con las invasiones bárbaras que ocasionaron la caída del imperio romano de occidente. También podríamos fechar, por ese entonces, otro acontecimiento llamativo: la Iglesia católica abandona la tarea de convertir paganos para el Imperio y asume la doble función de custodiar la cultura y educar a los bárbaros. De manera que el comienzo de la Edad Media está signado, también, por el nacimiento de un sistema de instituciones educativas que, simultáneamente, conserva la tradición de un poder terrenal subordinado a un poder celestial (función a cargo de las abadías y los monasterios) y transforma el contexto de barbarie mediante establecimientos relativamente permeables a los problemas y demandas seculares (función a cargo de las escuelas claustrales y episcopales). En suma, el umbral que une y separa a la Antigüedad y el Medioevo coincide con el proceso mediante el cual la Iglesia se convierte en el aparato ideológico dominante en occidente.

A partir de los siglos XII y XIII, con la «revolución comercial», las cruzadas y la intensificación de la vida urbana, nacen las universidades, las relaciones mercantiles expanden su esfera de influencia y las tensiones entre el Cielo y la Tierra no se hacen esperar. Así nos lo cuenta el historiador medievalista Jacques Le Goff:


El intelectual del siglo XIII se encuentra frente a muchas incertidumbres y colocado frente a elecciones delicadas. Las contradicciones se revelan en el curso de una serie de crisis universitarias. Los primero problemas son de orden material y bien profundos. Primera cuestión: ¿cómo vivir? Como el intelectual ya no es un monje cuya comunidad le asegura el mantenimiento, debe ganarse la vida. En las ciudades los problemas de la alimentación y el alojamiento, de la vestimenta y del equipo –los libros son caros– son angustiosos. […] Para este problema hay dos soluciones: el salario o el beneficio […] En el primer caso, el intelectual se afirma deliberadamente como un trabajador, como un productor. En el segundo, el intelectual no vive de su actividad pero puede ejercerla porque es rentista. De manera que toda su condición socioeconómica se define así: ¿trabajador o privilegiado?


Este dilema, ¿trabajador o privilegiado?, perdura hoy, por ejemplo, en los muchísimos docentes e investigadores que se consideran «intelectuales» y no trabajadores. Y perdura con resabios de sangre azul porque, para que un asalariado, es decir un explotado, asuma la identidad específica de «intelectual» es necesario que dé por supuestas, al menos, tres cosas:

  1. que sólo trabaja quien hace trabajo predominantemente manual (o sea, otros que no son el individuo que se asume «intelectual»);

  2. que ese trabajo predominantemente manual no le corresponde al «intelectual» (porque así lo estableció una división social del trabajo que se parecería más a la Providencia que a la historia) y

  3. que este «destino trágico» de la vida o fatal desencuentro tanguero entre las manos y el cerebro hace del «intelectual» un «privilegiado» en relación a los «pobres» trabajadores.

Semejante conciencia culposa es tierra fértil para que florezca el paternalismo: ya que el docente (o el investigador) no tendría derechos por los que luchar (o los tiene, pero no merecerían militancia gremial porque «de qué me voy a quejar cuando hay gente que se muere de hambre»), ya tendría la mayoría de sus problemas resueltos, sólo le queda ocuparse, desde afuera, de los estudiantes, de «los pibes» (o de sus equivalentes funcionales: «el pueblo», «la gente humilde», «los sectores populares»), que son entonces reducidos a la carencia y al asistencialismo.


De ahí que se identifique tan rápidamente el trabajo docente con la «vocación». Y se oponga una figura docente «comprometida» con una «misión» espiritual y trascendente (el apóstol sacrificado) a una figura docente (el trabajador asalariado) que parece interesada en miserias terrenales y corporales tan egoístas como la alimentación, el alquiler de una vivienda o algunos libros.

Por supuesto que la trabajadora docente realiza, cada día, una labor específica que la diferencia de otras trabajadoras. En tanto trabajadora, una docente tiene en común con toda la clase explotada el tener que vender su fuerza de trabajo por un salario para poder vivir. Mientras que, en tanto docente, comparte algunas cualidades con otros grupos de profesionales que conservan resabios de feudalismo y nobleza (como los médicos, los abogados o los arquitectos). Aquí nos detendremos en una sola de esas cualidades: el título habilitante.

El título otorga al docente una especificidad: la ley no permite a otras personas evaluar y acreditar los conocimientos de los estudiantes (aunque sí permite que otras personas puedan enseñar). En esto el docente se acerca al médica, al abogado y al arquitecto. Pero esa exclusividad está limitada por la institución escolar: mientras que, por ejemplo, la receta de un médico vale tanto si la hace un domingo a la tarde, en su casa, como si la hace un día hábil, en su consultorio, la tarea específica docente depende del marco, de las normas y de los criterios de la institución escolar. De manera que, frente al estudiante, el título habilitante es de la escuela, no del docente. Por eso es fundamental comprender las funciones de la escuela, tema que ya tratamos en otro editorial.

Es fundamental reconocer tanto el carácter específico de la labor docente como el carácter genérico de nuestra condición proletaria. Esto, para el caso de la docencia, se traduce en dos ámbitos de lucha inmediatos: la escuela y el sindicato.


El sentido común (en las calles, en las instituciones escolares y en los organismos oficiales de gobierno) impone una imagen según la cual la docente debería resolver individualmente los problemas siendo creativa «en el aula». Tanto los proyectos «liberales y modernos» como los proyectos «nacionales y populares» de reforma educativa ponen la «evaluación del docente» como un eje insoslayable. Esta coincidencia entre liberales y populistas indica lo que tienen en común sus políticas: defender la explotación. Olvidarnos esto significa olvidarnos cuáles son los fines de la educación estatal en condiciones capitalistas, quiénes elaboran sus reformas y quiénes las ejecutan.


A contrapelo de ese sentido común, que naturaliza que nos evalúen el rendimiento como si fuéramos las sospechosas de siempre para todos los males de la educación, consideramos imprescindible reconocernos como trabajadoras en condiciones capitalistas, es decir, como explotadas. Es necesario que organicemos la defensa mínima indispensable para poder vivir en esta sociedad: aumentar nuestros salarios, mejorar las condiciones de trabajo, ampliar nuestros derechos… todo esto compone la serie de elementos defensivos mínimos para sostener nuestras vidas cotidianamente ante los golpes del capitalismo. Y todo esto implica llenar nuestras organizaciones sindicales de ideas, de acciones, de haceres y pensares… sin que esto signifique pretender que los sindicatos sean inmediatamente anticapitalistas. Pues los sindicatos son la defensa organizada de la fuerza de trabajo contra los ataques del capital, la resistencia de la clase trabajadora contra la tendencia opresiva de la economía. Pero los sindicatos no organizan una política de ataque contra el sistema. Una política de ataque requiere condiciones que no podemos abordar en este editorial.

Por ahora, sólo diremos que las reivindicaciones sindicales exigen soluciones capitalistas para problemas capitalistas. No la abolición del capitalismo. La obtención de elementos defensivos para la clase trabajadora (salarios altos, cobertura social, jubilación, educación, salud, seguridad, vivienda…) indudablemente mejora las condiciones para la autoorganización proletaria. Pero no la garantiza.
 
Marxismo Salvaje, 02/11/2016  

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